Por Isabel Cristina Contreras,
Economista
Imagina un mundo sin fin. Sin el reloj de arena corriendo.
Esa es la premisa que explora The Good Place de Netflix, y nos
lleva a una reflexión poderosa: la conciencia de nuestra mortalidad es
el motor secreto de nuestro afán por mejorar y controlar nuestro entorno. Es
esta lucha contra el tiempo y la escasez lo que, desde nuestros ancestros en
paisajes hostiles, ha definido la historia humana. No buscábamos solo comida;
buscábamos evitar el dolor de ver morir a los nuestros. Esa urgencia primal es
la chispa inicial.
De la vulnerabilidad al control: El largo camino
Esta lucha por la supervivencia forjó más que músculos; moldeó nuestra mente
colectiva. Cuando pasamos de cazar y recolectar a sembrar, parecía que habíamos
domesticado la incertidumbre. Pero la agricultura trajo nuevos desafíos: más
gente, menos tierra, el fantasma de la escasez reapareciendo. La famosa ley
de rendimientos decrecientes se hizo evidente. ¿Solución? Expandirse.
¿Problema? La tierra nueva tenía dueños. Así nació la guerra organizada, la
conquista y la esclavitud como "solución" económica. Aparecieron
jerarquías rígidas (sacerdotes, jefes, reyes) para gestionar recursos cada vez
más escasos.
Un mito que caer aquí: no hubo un "buen
salvaje" igualitario, ni una evolución lineal hacia algo
"mejor". Hubo respuestas pragmáticas, a menudo brutales, a problemas
concretos. Como bien señala la autora, no existe un "óptimo social"
único ni un paraíso terrenal alcanzable. Cada "solución" generaba
nuevos problemas.
El poder, la energía y la moral: Un trío inseparable
¿Qué impulsa esta maquinaria? El deseo de seguridad y placer frente a
un universo de recursos limitados. Las clases que ascendían al poder
no solo acumulaban riquezas; controlaban las fuentes de energía disponibles
en su época: primero la fuerza humana (esclavitud), luego el agua, el viento,
los animales. Cada salto energético expandía lo posible, pero también creaba
sus perdedores: los explotados, los excluidos, el "lumpen" que la
sociedad prefería ignorar.
Junto a cada nueva fuente de energía, nació una moral que
la justificaba. La moral no era abstracta; era el cemento que sostenía la
estructura de poder, dictando quién merecía qué parte de la torta. El poder
permitía desviar más energía hacia los deseos de la élite, desde lo noble hasta
lo perverso. Y las otras clases, conscientes de esta dinámica, a menudo
aceptaban el juego con la esperanza de ascender.
La gran ruptura: Cuando la ciencia cambió las reglas
Aquí llega el punto crucial: El capitalismo no creó la ciencia moderna.
Fue al revés. El Renacimiento y la Revolución Científica (siglos
XVI-XVII) fueron un terremoto. Figuras como Newton, con sus leyes universales,
demostraron que el cosmos seguía reglas descifrables, no caprichos divinos. El
método científico desplazó al dogma escolástico.
Lo verdaderamente revolucionario no fueron solo los
descubrimientos, sino la impredecibilidad del genio. ¿El
próximo Newton? Podía ser el hijo de un herrero como Faraday, un empleado de
patentes como Einstein, o un contador autodidacta como Ramanujan. Ya no se
podía quemar al hereje ni confiar en que el próximo gran pensador nacería en
una cuna de oro. Este carácter democrático (aunque imperfecto) y azaroso del
avance científico quebró sistemas de poder milenarios basados en la herencia y
el designio divino.
Capitalismo: El hijo (necesitado) de la ciencia
Inglaterra entendió primero este nuevo juego: Para generar riqueza y
poder sostenibles, había que abrazar y nutrir la ciencia. Las
estructuras medievales de España o Francia, que intentaron ignorar o controlar
este impulso, quedaron rezagadas o colapsaron en revoluciones. El capitalismo
emergió como la estructura económica que mejor canalizaba las
posibilidades abiertas por la ciencia para generar riqueza material.
No es "el mejor" sistema en abstracto; es una de las posibles
respuestas históricas a esa nueva capacidad de transformar la naturaleza. Por
eso el capitalismo inglés, alemán o estadounidense son distintos: adaptaciones
locales a un mismo principio central.
La dialéctica fatal: Ciencia vs. Concentración
Pero aquí está la paradoja esencial, la dialéctica que define su futuro:
- El
capitalismo necesita ciencia: Cada avance científico abre nuevas
fronteras, aumenta la energía disponible (más comida, más bienes, más
eficiencia), y permite superar temporalmente los límites maltusianos.
- La
ciencia necesita diversidad: Su próximo salto depende de
aprovechar el talento oculto en todas las capas sociales.
No se puede predecir de dónde saldrá la próxima gran idea.
- El
capitalismo tiende a concentrar: Su dinámica interna lleva a
acumular riqueza y poder en pocas manos. Las élites establecen reglas
(morales, legales, económicas) que canalizan los recursos hacia ellas,
sofocando la movilidad.
¿El resultado? Un choque constante. La
concentración de riqueza asfixia la diversidad de talento que la ciencia
necesita para seguir avanzando. Sin ciencia nueva, la riqueza estancada lleva a
un capitalismo decadente, mercantilista y dependiente del Estado, que invierte
menos en innovación porque no ve retornos inmediatos o porque ya controla el
mercado. Los recursos se atesoran, no se reinvierten en el futuro. La economía
se ralentiza. La acumulación excesiva es el veneno que mata al sistema
que la creó.
Conclusión: Un futuro incierto, pero una lección clara
La historia nos grita: El capitalismo no es autosuficiente. Es
un sistema parásito (en el sentido biológico, no moral) de la creatividad
científica. Su supervivencia depende de su capacidad para evitar su propia
tendencia autodestructiva a la concentración. Debe mantener abiertos los
canales para que surja y florezca el talento desde cualquier rincón de la
sociedad. Países que se convierten en meros consumidores de ciencia ajena están
condenados a un lento declive. Porque sin el flujo constante de nueva ciencia,
sin esa capacidad de reinventarse rompiendo límites, el capitalismo, tarde o
temprano, se ahoga en su propia riqueza estancada.
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